Santos Domínguez, como el viejo marinero en su balada, ha navegado todos los océanos y ha descendido a todos los abismos. Y aunque su mar es el azul de Cádiz, la cúpula salina de la nieve al sol, es un náufrago errante, un extranjero, que ha cambiado el hielo por la espuma amarga, el invierno de todos los caminos por el hondo silencio de la ola que rompe, la alambrada de espinos por la cortada roca de la costa africana.
Este libro no es un acuario ni una colección de marinas brillantes, aquí ruge el mar, aquí chillan los pájaros, aquí reluce el ojo vítreo del pescado y trepa el salitre con su lepra de luz por las jarcias de los huesos.
Para el poeta puro que es Santos Domínguez hay siempre un barco ebrio listo para descender por las salvajes aguas del espíritu, cada poema de esta antología es una invitación al viaje que aguarda al hombre libre, dispuesto a asomarse al ancho estuario surreal de la conciencia.
¡El mar! El siempre recomenzado mar de Valéry; el mar en cuyo seno proteico vio Ezra Pound flotar los ojos de Picasso; la marina donde Eliot espantaba la imagen de la muerte tras la niebla; el mar juanramoniano que está en sí, pero lejos y solo de sí mismo: el mecánico mar de Gimferrer alzado por poleas de imagen y sonido; el machadiano mar en el que sopla para sus hijos desnudos el viento en Galilea; el mar que es un adagio y una góndola donde Mahler navega sobre el amor y el tiempo; el mar que es uno de los nombres de Homero. Todos estos océanos gravitan sobre el gran océano que es la poesía de Santos Domínguez, porque es una y sola la poesía como el mar, como el morir.